Podemos ponernos en lugar de los demás.
Y hallaremos a alguien que haga lo mismo con nosotras.
Pero nadie más que nosotras puede
compartir, entender y comprender realmente nuestro dolor en su parte más
profunda. Cada una de nosotras se resigna en soledad a su tristeza, a su
desesperación e incluso a su culpa.
El hecho de saber que no estamos solas
en nuestro sufrimiento alivia las dificultades que cada una debe afrontar. No
hemos sido segregadas, de eso podemos estar seguras. Si recordamos que nuestros
retos nos proporcionan las lecciones que necesitamos en la escuela de la vida,
éstas se vuelven más aceptables. Con el tiempo, y a medida que progrese nuestra
recuperación, incluso esperaremos esos retos con avidez, considerándolos como
las verdaderas y emocionantes oportunidades para las que fuimos creadas.
El sufrimiento propicia los cambios
necesarios para nuestro crecimiento espiritual y nos impulsa hacia Dios como
ninguna otra experiencia, dándonos comprensión, alivio y una seguridad
inconmovible. No es fácil considerar que el sufrimiento es un don. Y no tenemos
por qué entenderlo plenamente, sin embargo, con el tiempo su valor en nuestras
vidas se aclarará.
No me cuidare de los retos de la vida.
Celebraré la función que cumplen en mi
crecimiento.
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