Minna Antrim
El
hecho de que las penas que experimentamos en nuestra vida estén equilibradas
por cantidades equivalentes de alegría no es fortuito, sino intencional. Una
compensa a la otra. Y la combinación de ambas nos fortalece.
Nuestro
anhelo por experimentar sólo las alegrías de la vida es algo humano, e ilusorio.
Si la alegría fuese cosa de todos los días, se volverían insípidas. Los
instantes alegres nos sirven de respiro en las situaciones de prueba que
impulsan nuestro crecimiento y nuestro desarrollo como mujeres.
La
alegría lima las asperezas de las lecciones que buscamos o que nos acorralan. Y
nos permite apreciar las cosas en su justa medida cuando el panorama es
sombrío. Y para aquellas de nosotras que estamos recuperándonos, el hecho de
empantanarnos en los tiempos más sombríos solía ser una conducta aceptable.
Pero ya no lo es. La realidad es que cada día nos presentará ocasiones de
angustia y otras que nos invitarán a sentirnos alegres. Ambas son valiosas.
Ninguna de ellas debe ser la dominante.
La
alegría y la pena son análogas al flujo y reflujo del océano. Ambos son ritmos
naturales y su presencia nos hace madurar si la aceptamos como partes
necesarias de nuestra existencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Bienvenida a tu casa, comenta lo que quieras