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Robin Norwood escribió "Las mujeres que aman demasiado" y muchas de nosotras le debemos la vida.

5.2.11

El undécimo paso

A medida que proseguíamos nuestro caminar por este nuevo modo de vida, y que nos íbamos acostumbrando a vivir en el presente con una verdadera coherencia desde el punto de vista emocional, reexaminábamos nuestra relación con Dios.

Nuestra singladura al terreno de la curación espiritual había comenzado mucho antes. Había empezado al aceptar provisionalmente el concepto de confianza en Dios como un Poder más grande que nosotras, al carecer de la más mínima seguridad de que quedaría algo de nosotras, o por lo que mereciera la pena vivir, si nos liberábamos de las garras de la adicción al sexo y al amor y renunciábamos a la identidad personal que dicha adicción nos proporcionaba.

A pesar de todo, incluso habiendo renunciado a nuestra adicción y habiendo experimentado el síndrome de abstinencia, descubrimos que el deseo de poder y prestigio podía dominarnos hasta el extremo de obligarnos a perseguir objetivos que eran poco convenientes para nosotras.

Un miedo profundamente enraizado todavía nos acechaba entre bastidores, invitándonos a exigir cosas poco razonables y a intentar conseguir una seguridad absoluta en nuestras relaciones personales con los demás y en nuestros empeños. Sólo con mucha lentitud y a regañadientes, nuestro recurso provisional a un Poder más grande que nosotras se transformó en una confianza más estable en la capacidad de dicho Poder para guiarnos.

A medida que nuestra recuperación progresaba, comenzamos a dudar más de que nuestros antiguos valores, incluso de que algunos de los objetivos que habíamos fijado anteriormente para nuestra vida y que parecían no tener ninguna relación con nuestras actividades como adictas al sexo y al amor, merecieran la pena. Algunas pudimos incorporar un nuevo espíritu y una fresca energía a una por otra parte satisfactoria carrera o relación de pareja, que nuestro comportamiento adictivo había echado a perder o interrumpido temporalmente.

Pero para otros, las ventajas que muchas carreras concretas o estrategias vitales parecían prometer, estaban resultando ilusorias, o bien no nos compensaba el precio que teníamos que pagar por ellas. Como nuestro plan de acción continuaba sin proporcionarnos seguridad en el mundo o paz de espíritu, terminamos por preguntarnos si había algo por lo que mereciera la pena vivir. En ausencia de un sistema de valores o estrategia de vida determinado por nosotros o factible, descubrimos que teníamos que examinar nuestras vidas continuamente a la luz del plan divino. ¿Cuáles eran las implicaciones de nuestra relación con Dios?. Esta cuestión nos sirvió de introducción al paso undécimo.

UNDÉCIMO. Buscamos a través de la oración y meditación mejorar nuestro contacto consciente con Dios, tal como nosotras lo concebimos, pidiéndole solamente que nos permitiese conocer su voluntad para con nosotras y nos diese la fortaleza para cumplirla.

Nuestras concepciones personales de Dios se habían transformado por completo. Ya no era alguien o algo que nos sacaba de apuros o al que rezábamos sólo durante las crisis. Habíamos superado la imagen de un Dios que ejercía un papel de guardián protector o de figura paterna y teníamos la sensación de haber establecido una relación consciente de cooperación con ese Poder.

Esto nos había llenado de inquietud en su momento. Algunas sospechábamos que Dios había sido el arquitecto de muchas situaciones dolorosas pero enriquecedoras que habíamos encontrado en el curso de nuestra sobriedad, o al menos había consentido que estas ocurrieran. Sólo paulatinamente vimos que estas dificultades habían sido permitidas en el plan divino para que aumentara  nuestra conciencia de la finitud de nuestra naturaleza, y de este modo obligarnos a intensificar aún más nuestra relación con Él. La estructura de esta relación se parecía más a un acuerdo consciente entre adultos basado en la comunicación y cooperación mutua. Al parecer, a través de nuestras experiencias de dolor y de nuestro desarrollo personal, podíamos llegar a ser artífices de la construcción de nuestra vida como socios conscientes de Dios, socios conscientes en la creación divina.

No podíamos seguir separando la seguridad personal de nuestros sentimientos interiores. Sabíamos que el sentirnos satisfechas de nosotras mismas era el resultado directo de nuestra relación activa con Dios y de la aceptación de la gracia y la iluminación de este Poder. Esta "seguridad" no se basaba necesariamente en disponer de objetivos específicos en el mundo, ni tampoco significaba tener que renunciar a todas nuestras aspiraciones. Se trataba más bien de establecer prioridades.

La confianza en Dios, que era un requisito previo para relacionarnos con otros individuos, y para comprometernos en carreras y otras empresas mundanas, tenía que ser la base de los intentos de realización de nuestros objetivos personales, sociales o profesionales.

Rezábamos cada vez más pidiéndole a Dios que nos iluminara en todos los asuntos, fueran importantes o intranscendentes, espirituales o mundanos. A medida que se convertía en una práctica diaria, descubrimos varias cosas. La primera era que la gracia de Dios estaba a nuestro alcance en todos los asuntos, fueran críticamente importantes o triviales y ordinarios. Podíamos experimentar la conexión con Dios incluso en asuntos tan pormenorizados y rutinarios como la planificación del día, el cumplimiento de nuestras tareas y responsabilidades diarias o en el trato cotidiano con los demás.

Este descubrimiento de la presencia de Dios en estos niveles de nuestra existencia, aparentemente tan insignificantes, nos llevó a un segundo descubrimiento. A medida que seguíamos nuestro camino en la vida, día tras día, descubríamos que nuestros esfuerzos en la meditación y en la oración se veían recompensados con un mayor equilibrio emocional. Poco importaba que nuestras oraciones fueran muy informales o que se inspiraran en las palabras de grandes escritores.

La meditación podía ser un tiempo determinado destinado a este propósito, o simplemente un momento cualquiera en el que escuchábamos en silencio, en el que deteníamos nuestros propios pensamientos para permitir que las ideas divinas penetraran en nuestra conciencia. El estilo de la misma o la cantidad de tiempo que le dedicábamos no era lo importante, siempre que su frecuencia permitiera que pasara a formar parte regular del día.

Nuestra relación cada vez más estrecha con Dios ejercía una labor estabilizadora semejante a la de quilla en un barco. Aunque los vientos que soplaban sobre la superficie de las olas de la vida fueran muy impetuosos, o aunque soltáramos mucha vela en medio de la tempestad en forma de tareas que excedían nuestra limitadas fuerzas y energías, encontramos que la quilla de la meditación y de la oración nos impedía zozobrar, evitaba que el barco diera un vuelco. Seguíamos a flote en el océano de la vida. Podíamos sobrevivir con independencia de lo que la vida nos deparase.

Otro descubrimiento fue la conciencia gradual de que nuestra relación con Dios era una relación muy personal. No era necesario que coincidiera con la definición de ninguna institución religiosa ni que se identificara con la experiencia de otras personas. De hecho, ni siquiera necesitábamos precisarnos a nosotras mismas nuestro concepto del Poder Superior. La adquisición de la conciencia de la omnipresencia de Dios nos indujo a muchas a explorar otras posibilidades espirituales tales como la práctica o el estudio de la meditación o de la teología, fuera de modo formal o informal. Comenzamos a ver que nuestra relación con Dios era una relación muy flexible, un rico tapiz que apenas habíamos comenzado a tejer. Nos ofrecía esa magnífica posibilidad de transcender más allá de nosotras mismas que  tanto habíamos buscado a través de las experiencias adictivas del pasado. Y, milagro de milagros, hénos ahora aquí a nosotras, experimentando el misterio de la realidad espiritual como fruto de nuestra participación en la realidad diaria y cotidiana, y no como un precio que teníamos que pagar para poder evadirnos de la misma.

Otro descubrimiento producto de nuestro uso regular de la meditación y de la oración era la cada vez mayor convicción de que una necesidad fundamental de nuestras vidas estaba siendo satisfecha. Especialmente a nosotras, las adictas al sexo y la amor, nuestra necesidad de amor nos parecía insaciable. La adicción activa estaba muy lejos de haberla hecho desaparecer y la red de apoyo que habíamos tejido en la sobriedad, aunque esencial para nuestra supervivencia, también estaba muy lejos de poder llegar a satisfacer esa necesidad intensa. Podríamos decir que, durante el periodo adictivo, era como si hubiéramos estado intentando saciar una sed terrible a fuerza de beber agua salada. Cuanto más bebíamos, más nos deshidratábamos, hasta el punto que nuestras propias vidas llegaban a peligrar. En nuestra recién adquirida sobriedad tratamos de aliviar nuestra sed a través de actividades relacionadas con AASA y de recibir y dar sustento emocional, comparable a lo que para la sed supone el comer naranjas. Pero si queríamos saciar nuestra sed definitivamente, tendríamos, más tarde o más temprano, que beber agua pura.

Descubrimos que esta sed -nuestra necesidad de amor- era una sed espiritual, y que el agua era Dios tal como lo concebíamos. Aunque al llegar a AASA algunas no creíamos en Dios o nos habíamos alejado de él, encontramos una forma de vida que implicaba una relación de amor con ese Poder. Cuanta más estrecha era dicha relación, más misteriosamente satisfecha llegaba a estar nuestra necesidad de amor. Era amor lo que habíamos necesitado desde un comienzo. Y el amor procede de Dios.

Y lo más maravilloso de todo era que cuando caminábamos cada día con la sensación de ir de la mano de Dios, un manantial de amor fluía de nuestro interior, y en él podíamos saciar esa sed de amor por nosotras mismas y por los demás que teníamos. Fue así como llegamos a conocer la intimidad con nosotras mismas, la intimidad con Dios, y más tarde la intimidad con nuestros semejantes.

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