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Robin Norwood escribió "Las mujeres que aman demasiado" y muchas de nosotras le debemos la vida.

5.2.11

El sexto paso

Estuvimos completamente dispuestas a dejar que Dios eliminase todos estos defectos de carácter.

Habíamos recorrido un largo trecho de nuestro nuevo camino. La interrupción de la conducta adictiva nos había conducido, llenas de vacilaciones, a la adquisición de la fe. Bajo la protección de nuestra nueva fe nos habíamos examinado sin blandenguerías, desenterrando en ese proceso algunos patrones fundamentales que habíamos vivido sin darnos cuenta. Nos habíamos dejado arrastrar por el entusiasmo experimentado al descubrirnos a nosotras mismas y habíamos llegado al extremo de comunicarle a la otra persona lo que habíamos descubierto; otro riesgo más que habíamos corrido y al que habíamos sobrevivido.

Pero otro problema se iba manifestando paulatinamente. Descubrimos que, pese a que éramos más objetivas a la hora de mirarnos a nosotras mismas y que pese a que habíamos aceptado la dirección divina, continuábamos viviendo de forma auto-destructiva en muchos aspectos de nuestras vidas, a menudo aquéllos en los que el inventario había revelado problemas. No existía el menor asomo de duda: existía una gran discrepancia entre aquello que considerábamos beneficioso para nuestras vidas y la forma en que, de hecho, todavía continuábamos viviendo.

Esperábamos, por supuesto, que todos nuestros problemas y defectos se disiparan como producto del trabajo invertido en la redacción del inventario y en el examen del mismo junto con otra persona. Pero a medida que se acumulaban las evidencias de que, a pesar de nuestros increíbles esfuerzos realizados a la hora de evaluarlos, algunos de nuestros “viejos amigos” todavía nos acompañaban, el desánimo aumentó. Era frustrante tener que reconocer que una cosa era el reconocimiento de nuestros defectos y otra muy distinta su desaparición. Este dilema nos condujo al sexto paso.

En los pasos segundo y tercero, la idea de poner en manos de un Poder Superior toda nuestra identidad en el contexto del proceso de cambio que fuera necesario, era sólo un concepto abstracto.

Ahora nos enfrentábamos a la realidad de su significado. Adquirir la disposición necesaria para renunciar a cada defecto que habíamos descubierto en el paso cuarto, era mucho más fácil de decir que de hacer. ¿Qué era lo que lo impedía?

Un problema era la facilidad con la que nos sentíamos desvalidas y necesitadas. ¿Acaso no habíamos renunciado ya a bastantes cosas al interrumpir todas las formas de conducta adictiva? ¿No era nuestro verdadero problema la adicción activa en sí y ahora, ya sobrias, no teníamos derecho a descansar, a ser humanas, a caminar por la vida libres de culpa? ¿No éramos, cuanto menos, mucho mejores que la mayoría de la gente de nuestro entorno? ¿Acaso teníamos que ser perfectas para que la gente nos aceptara? Además, alcanzar la santidad no era nuestro objetivo.

Esta actitud era muy fácil de justificar ante nuestros ojos; sin embargo, nos encontrábamos de hecho en un momento muy crítico de nuestra sobriedad. Durante los cinco primeros pasos nos habíamos ido alejando de la adicción activa ; ahora nos veíamos obligadas a dar los primeros pasos hacia la reconstrucción.

Mientras que podía ser cierto que no era la totalidad de nuestro ser la que necesitaba una remodelación total, la verdad era que no podíamos confiar en nosotras mismas para dirigir el proyecto basándonos exclusivamente en nuestra sola voluntad, sin ayuda exterior. Nuestros motivos perversos, a menudo escondidos, podían con una facilidad increíble transformar cualidades que en otras personas eran inofensivas, en una fuente de satisfacciones adictivas para nosotras.

Otra vez nos veíamos obligadas a plantearnos el tema de la humildad. Atribuir exclusivamente a la adicción todos nuestros problemas hubiera sido un error muy grave, ya que nuestros defectos se manifestaban también en las demás áreas de nuestra vida. No era el momento de dormirnos en los laureles, ya que necesitábamos continuar alerta frente a las constantes tentaciones sexuales y románticas y frente a la ilusión del “idilio perfecto”.

Al adquirir la disposición necesaria para renunciar a nuestros defectos, lo que en realidad estábamos haciendo era renunciar a ese farsante que existía en nosotros y a los trucos a los que recurríamos para conseguir amantes y engañar.
Renunciar a estos defectos implicaba no sólo desprendernos de nuestros ganchos adictivos sino que además, de ahora en adelante, dispondríamos exclusivamente de nuestra sola persona para presentar a nuestros amigos y parejas potenciales.

Como adictas que éramos, la mayoría estábamos llenos de inseguridades y de sentimientos de inferioridad. Nos daba miedo de que si prescindíamos de nuestras máscaras y renunciábamos a los defectos que las creaban y sustentaban, la gente nos despreciaría y nunca encontraríamos a nadie que nos amara. Otro problema era que, como adictas, estábamos acostumbradas al dolor. Las más de las veces, el dolor era una parte esencial de nuestras relaciones románticas y  de muchas de nuestras actividades sexuales. Algunas incluso identificábamos el dolor con el amor para así, con la presencia del dolor, consolarnos de la falta de amor.

Pero ya sobrias, después de haber admitido nuestra derrota, de haber sobrellevado el síndrome de abstinencia y de haber redactado el inventario, ¿qué era lo que quedaba de nosotras? ¿no podíamos al menos conservar nuestro dolor? Si nuestros defectos (la fuente del dolor) desaparecían, ¿qué iba a quedar de nosotras? ¿No teníamos ninguna capacidad de decisión sobre nuestro futuro? Así de enfermiza era nuestra forma de razonar.

Los viejos hábitos emocionales todavía tan arraigados en nosotras, producían gratificaciones muy sutiles que hacían que nos resultara difícil renunciar a ellos. Muchas de nosotras, que habíamos sufrido carencias afectivas en nuestros primeros años, aprendimos a sobrevivir a través del cultivo del odio, de la ira y de los resentimientos como fuerzas motrices para tratar así de protegernos del daño y del miedo. Ahora descubríamos que, por haber utilizado esta monótona estrategia de desconfianza y de aislamiento en todas nuestras relaciones, fueran intrínsecamente hostiles o no, nos habíamos mutilado a nosotras mismas.

Al final, nos habíamos convertido en seres desconfiados, incapaces de mantener relaciones de confianza e intimidad con nadie, incluso con la gente que ahora, durante la recuperación, estaba más dispuesta a confiar y a relacionarse con nosotras.

Pero éramos incapaces de corresponder y, a menudo, tropezábamos con nuestras barreras interiores que nos impedían experimentar la confianza y el cariño auténticos. Reconocer la existencia de estas barreras era muy doloroso, especialmente porque éramos conscientes de nuestro deseo de confiar y de correr riesgos a la hora de comunicarnos con los demás. Era todavía mucho más doloroso porque nos dábamos cuenta de que dichas barreras estaban en nuestro interior y no sabíamos cómo eliminarlas.

Estos bloques que nos oprimían eran  los que nos producían ese miedo a que las personas con las que llegábamos a tener un trato profundo nos arrollaran emocionalmente, o eran los que nos empujaban a un aislamiento ineludible.

Sin embargo, al tener que seguir viviendo con nosotras mismas, encontramos que las consecuencias de recurrir a nuestros defectos  nos resultaban cada vez más difíciles de soportar. La cólera se podía apoderar de nosotras de forma inesperada y nos llenaba de una furia mortal; las borracheras emocionales nos dejaban desesperadas y suicidas; la depresión minaba nuestra voluntad de proseguir, nuestra esperanza en el futuro.

Comenzamos a ver la falacia de esa lógica que afirmaba que nos podíamos considerar libres de toda culpa ya que cuanto hacíamos era consecuencia de nuestra adicción al sexo y a las relaciones. Observamos la bancarrota espiritual que se escondía tras la falsa humildad de no querer ser perfectas. Vimos claramente que dictarle a Dios lo que podía y no podía hacer por nosotras no daría resultado.

Nuestra actitud hacia nuestros defectos y problemas subyacentes comenzó a cambiar. Podíamos ver con ojos nuevos las serias consecuencias que tenían en las vidas de aquellas que no querían superar voluntariamente estas dificultades. Con madurez creciente nos dimos cuenta de que las relaciones sanas podían existir si en vez de sobrehumanos éramos humanas. Llegamos a comprender que la adicción al sexo y a las relaciones es una enfermedad de acciones si la contemplamos desde fuera, pero que en realidad es una perversión de los valores éticos y morales observada desde dentro. Las dimensiones espirituales de nuestra enfermedad eran ya evidentes.

Ahora avanzábamos desde lo que era la renuncia a un aspecto específico y parcial de la adicción hacia la renuncia al proceso de toda una vida, lo que contribuía a enriquecer esas cualidades interiores que engrandecían la vida.

Tras este cambio total de actitud había una confianza creciente en Dios tal como lo concebíamos. De hecho, se nos invitaba de nuevo a profundizar nuestra relación con Dios. Bastaba con que estuviéramos dispuestas a realizar el trabajo que nos correspondía y a aceptar el resultado, fuera cual fuera. La Gracia Divina nos liberaría del lastre de nuestro antiguo ser.

Humildemente, comprendimos que todo lo que se nos pedía era que no dificultásemos la acción divina para que así, con nuestra cooperación, la obra de Dios se pudiera materializar en nuestras vidas.

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