Llegamos al convencimiento de que sólo un Poder Superior a nosotras mismas podría devolvernos el sano juicio.
Fuimos capaces de sobrellevar la fase inicial del síndrome de abstinencia, a veces pasando con inmenso dolor de un periodo de 24 horas al siguiente. Al cabo de cierto tiempo, tuvimos que enfrentarnos a un importante dilema en lo que se refiere a nuestra identidad personal. Mientras nos dedicábamos de lleno a la adicción nos había resultado imposible , en el dudoso caso de que nos lo hubiéramos planteado alguna vez, calcular todo lo que habíamos invertido en la misma.
Nos dimos cuenta de que esta enfermedad, además de ser un intento de detener el paso del tiempo con placer y sensaciones intensas, había modelado nuestras personalidades con el fin de obtener el máximo rendimiento posible de nuestra conducta adictiva. Nuestra apariencia física, nuestros modales, la forma en la que nos comportábamos en nuestro trabajo y en otras actividades, muchos de los rasgos que considerábamos característicos y determinantes de nuestra personalidad, los habíamos creado inconscientemente para utilizarlos al servicio de nuestra adicción. Incluso los atributos positivos que teníamos, como la sincera preocupación por los demás, pudimos comprobar cómo nuestra adicción los había deformado y esto nos había dejado llenas de angustia y confusión. Nunca fuimos capaces de diferenciar claramente la pasión de la compasión.
La adicción, al dictarnos quiénes teníamos que ser y lo que habíamos tratado de ser en el mundo, había constituido nuestra principal fuente de identidad y autoimagen. ¡Nos habíamos sentido tan seguras de nosotras mismas insinuándonos mientras echábamos un vistazo a una habitación llena de gente! Sabíamos que otros nos responderían con ese mismo tipo de energía, fuente interminable de futuros encuentros. ¡Qué sensación de confianza habíamos experimentado sabiendo que podíamos provocar inseguridad en los demás haciéndoles más dependientes de nosotros y garantizando de esta manera nuestra satisfacción personal! Disfrutábamos del poder que nuestra capacidad de atracción sexual nos proporcionaba, afianzando el dominio que ejercíamos sobre otros con sólo recordarles que los podíamos reemplazar fácilmente. Nos sentíamos seguras al saber que física, emocional y mentalmente podíamos continuar atrayendo nuevas caras o sometiendo aún más a los que ya habían caído en nuestra red.
Si, nos diéramos cuenta o no, nuestro ser estaba modelado por nuestro fracaso o por nuestra negativa a resolver en nuestro interior los problemas de la vida real (inseguridad, soledad y falta de cualquier sentimiento coherente de valor y dignidad personal), a través del sexo, del encanto, de la atracción emocional o de nuestra persuasión intelectual, habíamos utilizado a otras personas como “drogas”, para así no tener que enfrentarnos a nuestro sentimiento de inferioridad. Una vez que nos dimos cuenta de esto, comprendimos que al rendir y entregar nuestro comportamiento adictivo no tendríamos más remedio que cuestionar de arriba abajo las bases de la imagen que teníamos de nosotras mismas y las de nuestra identidad personal.
Ésta era una tarea espantosa ya que implicaba que nuestro viejo ser había de morir o, al menos, estar dispuesto a morir para que un nuevo ser, libre de la adicción, pudiera vivir. Por mucho que lo intentamos, la mera y continua mención de los valores que deseábamos que gobernaran de AHORA en adelante nuestra vida, no nos llevó muy lejos. Comprendimos que esta enfermedad había penetrado tan profundamente en nuestros planes de cambio mejor intencionados y más fervientes, que incluso nuestra capacidad de pensar con claridad había desaparecido. La posibilidad de curarnos a base del uso de la fuerza de voluntad había desaparecido. Muchas ya lo habíamos intentado y habíamos fracasado repetidamente. Y no se trataba de que nuestra lógica, motivos o intenciones no fueran los correctos. La adicción tergiversaba una y otra vez tanto nuestra capacidad de ver el problema con claridad, como nuestros deseos de cambio. Aquella parte de nuestra mente que, al menos periódicamente, identificaba nuestra enfermedad, tampoco era inmune y no podíamos fiarnos exclusivamente de ella como guía hacia la salud.
A medida que íbamos valorando la magnitud y el grado en el que la adicción anulaba nuestra capacidad de razonamiento, y a medida que íbamos comprobando hasta qué extremo había llegado a corromper todo nuestro sistema de valores, no tuvimos más remedio que admitir que no podíamos remodelar nuestra personalidad sin ayuda. A la vez que reconocíamos lo frágiles que éramos, sentimos la necesidad de encontrar un Poder Superior a nosotras mismas, algo que se encontrara al menos a un paso de distancia de nuestras intenciones enfermizas y que fuera capaz de guiarnos con la coherencia de la que nosotros carecíamos. La posibilidad de encontrar alguna forma de Fe basada más que en una concepción concreta de Dios , en la necesidad de encontrar dicha Fe constituía el comienzo de la curación espiritual.
Sin embargo, el hecho de que necesitáramos adquirir la fe en algún Poder, ya que no podíamos fiarnos de nuestra coherencia en nuestro comportamiento o motivos, nos dejó todavía más perplejas. ¿Dónde íbamos a poder encontrar los rudimentos de una fe capaz de ayudarnos a disolver y reconstruir nuestra personalidad de arriba abajo? Si no EXISTIERA un Poder superior a nosotras eso sería imposible.
La solución más elemental a este problema de la fe la encontramos al tratar con miembros sobrios que ya lo habían resuelto. Al oírles relatar sus vidas repletas de ejemplos de la enfermedad y de la recuperación, tuvimos la oportunidad de identificarnos a fondo tanto con sus patrones de adicción como con sus valores trastocados. Y comprobamos lo sanas y positivas que ahora eran sus vidas. Como ejemplos vivos, nos transmitieron la esperanza de que las mismas fuentes de ayuda espiritual que a ellos les habían resultado tan útiles podían servirnos a nosotras también. Estaba claro que las historias que nos habían contado eran terriblemente enfermizas. Cuando comparamos la cualidad de las vidas de esta gente con nuestras luchas y dilemas radicados en la adicción, ya no podíamos dudar de que alguna forma de redención los había liberado.
El contacto con aquellas que ya se estaban recuperando de la adicción al sexo y al amor constituyó también una fuente de ayuda muy práctica para el mantenimiento de la sobriedad día tras día . Nos ofrecieron todo tipo de sugerencias sobre cómo evitar situaciones adictivas y, el simple hecho de explicarle alguna tentación o circunstancia a alguien que nos comprendiera, nos ayudaba a ser sinceras con nosotras mismas. A medida que dábamos cuenta de lo útil que nos resultaba esta red de apoyo, llegamos a pensar que era innecesario creer en ningún dios de divinidad concreta. La respuesta que dábamos a nuestra necesidad de fe era la de una esperanza rotunda, una convicción en la posibilidad de guía espiritual que era tan patente en la experiencia de los miembros de A.A.S.A. que nos habían precedido.
Este cambio en nuestra actitud, de la necesidad a la esperanza, nos condujo a otro momento decisivo de nuestra recuperación. Habíamos puesto la primera piedra del edificio de la adquisición de la fe. Habíamos visto como era posible sobrevivir al dolor del síndrome de abstinencia sin volver a los patrones adictivos y comprendimos que el Poder para hacer esto venía de fuera de nosotras. Ahora ya estábamos en condiciones de pensar en cómo podríamos convertir esta fe en algo práctico y útil. Comenzamos a examinar las implicaciones que el tercer paso tendría en nuestras vidas.
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