Bienvenidas a la página de AASA Sevilla

Robin Norwood escribió "Las mujeres que aman demasiado" y muchas de nosotras le debemos la vida.

5.2.11

El octavo paso

A medida que continuamos experimentando y desarrollando esta relación cada vez más estrecha con Dios, nos dimos cuenta de que necesitábamos limpiar aún más nuestro interior. Gracias a la aceptación de nuestra derrota a manos de la adicción al sexo y al amor y más tarde a la admisión de que éramos impotentes frente a nosotras mismas, habíamos llegado a conocernos tal como éramos, y habíamos iniciado una relación de colaboración con un Poder que podía liberarnos de la adicción y proporcionarnos una vida nueva. Habíamos comenzado a cultivar cualidades espirituales que nunca habíamos tenido, o que nunca habíamos practicado durante la fase activa de la adicción. Mientras trabajábamos hombro con hombro con nuestro nuevo socio, Dios, llegó el momento de hacer las paces con los demás seres humanos.

OCTAVO. Hicimos una lista de todas las personas que habíamos ofendido y estuvimos dispuestos a reparar el daño que les habíamos causado.

En el paso octavo nos encontramos de nuevo en un proceso de examen de nosotras mismas y de limpieza interior semejante al del cuarto. En esta ocasión se trataba de los problemas, más difíciles y de índole más emocional, de nuestras relaciones con los demás. La lista que hicimos era a menudo muy larga, ya que ahora éramos conscientes de cómo nuestros defectos habían afectado de hecho a todas y cada una de las relaciones que habíamos mantenido. Las examinamos con sumo cuidado, incluso aquellas que se remontaban a la infancia.

Al igual que otras personas, en muchos aspectos habíamos sido víctimas de la vida. Muchas conservábamos memorias de carencias afectivas, o de malos tratos de tipo físico e incluso sexual. Poco importaba si los detalles de este abuso eran verdaderos desde un punto de vista objetivo o meramente los percibíamos como tales. El caso es que estos acontecimientos habían producido en nosotras un inmenso sentimiento de amargura hacia la gente que nos había maltratado. También habíamos desviado ese odio hacia dentro, dirigiéndolo contra nosotras, y habíamos utilizado nuestro aborrecimiento por nosotras mismas para explicar y justificar nuestra creencia de que no éramos dignas de recibir el amor de los demás, mientras que exonerábamos al prójimo de toda culpa. Cuando examinábamos esas relaciones nos resultaba imposible comprender por qué debíamos pedirles perdón. Eramos nosotras las que en realidad habíamos resultado dañadas.

En muchos otros casos también nos resultaba difícil reconocernos como causantes de daños. Gran parte de nuestra experiencia parecía indicar que el poder real en nuestras relaciones adictivas lo tenían los demás: "Me daban caza en los bares, me perseguían...Traté de dejarle pero me pidió que siguiéramos...Se aprovechaba de mí, le daba dinero, me hizo mucho daño".
Pero los pasos que ya habíamos dado habían producido un importante cambio de actitud en nosotras. El inventario nos había ayudado a ver que la raíz de nuestros problemas se encontraba en nuestros motivaciones egocéntricas y en nuestras pasiones incontroladas. Fuéramos víctimas o agresores (y la mayoría éramos ambas cosas), habíamos utilizado las relaciones problemáticas para nuestros propios fines, para obtener satisfacciones adictivas.

Con independencia de lo que otros hubieran hecho o dejado de hacer, nuestro papel en estas relaciones se caracterizaba por la falta de honradez y la manipulación de los demás, por la obstinación y por la soberbia. Nos dimos cuenta de que necesitábamos perdonar a los demás, ya que nosotras estábamos buscando el perdón por características y acciones que en esencia eran semejantes.

Teniendo en cuenta nuestro propio interés, teníamos que ofrecer a los que creíamos que odiábamos la comprensión y la compasión que necesitábamos para poder experimentar nosotras mismas el perdón. No podíamos condicionar el perdón de los demás a que hubieran expiado sus culpas, o rectificado sus errores. Teníamos que perdonarlos porque, como nosotros, estaban enfermos y afligidos, y probablemente no había sido esa su intención al comenzar su andadura en la vida.

El problema que se nos planteaba ahora era que teníamos que examinar la naturaleza del daño que nosotras habíamos causado a otros, y ver si existía algún modo de repararlo. Estar dispuestas a pedir disculpas no bastaba, teníamos que evaluar con precisión las formas en las que les habíamos perjudicado y cómo podríamos corregirlo.

La perspectiva de acudir a los que nos habían humillado, o admitir nuestros propios errores a las víctimas de los mismos era, cuanto menos, estremecedora. Pero incluso si ignorábamos de dónde íbamos a sacar el valor, la voluntad de hacerlos era vital para nuestra propia mejora.

Si el miedo y la soberbia nos impedían dar este paso tan importante para nuestro desarrollo espiritual, estábamos condenadas a pasar la vida tratando de evitar a la multitud de personas con las que habíamos mantenido relaciones mutuamente destructivas. En el fondo sabíamos que si no estábamos dispuestas a asumir la responsabilidad de la parte que nos correspondía, nuestra libertad de elección en las relaciones futuras sería siempre muy reducida.

Dejamos de ceñirnos sólo al daño que nos habían hecho. Mientras que era humano desear justicia y equidad -mantener una relación equilibrada con el mundo, no ser ni verdugo ni víctima-en la práctica nos habíamos concentrado generalmente en las deudas que creíamos que los demás habían contraído con nosotras, y no en las nuestras.

Ahora teníanos que olvidarnos de la contabilidad emocional, de dejar de tratar de saldar o equilibrar las cuentas. Con independencia del daño que nos hubieran ocasionado, no podíamos cambiar a los demás; lo único que podíamos hacer era aportar nuestra contribución a la resolución de los problemas. La oración de la serenidad adquiría una gran importancia a medida que pedíamos una y otra vez la serenidad de aceptar a esas personas y acontecimientos que no podíamos cambiar, y el valor de cambiar lo que pudiéramos- que con Gracia y con suerte, éramos nosotras mismas-.

A medida que examinábamos nuestro mal comportamiento con los demás, eliminábamos de los libros de contabilidad la columna de "haber", y veíamos que debíamos muchísimo a otros en el apartado de reparaciones. Incluso como víctimas habíamos ocasionado muchísimo daño, proyectando nuestra enfermedad en la vida de los que nos rodeaban, impidiéndoles a veces que buscaran otras parejas más apropiadas.

Vimos como habíamos reducido el amor a algo trivial, con las largas listas de gente que incluso no conocíamos, y como les habíamos privado a ellos y nos habíamos privado a nosotras mismas de algo auténtico y verdadero.
Vimos especialmente como nuestra falta de honradez y nuestros engaños habían hecho creer a cuantos conocíamos que podían recibir de nosotras aquello que éramos incapaces de dar. Habíamos sido unas maestras consumadas en el arte de crear y proyectar una imagen falsa.

Ahora nos resultaba más fácil perdonar a los que nos habían causado daño, ya que nosotras mismas veíamos que necesitábamos que nos perdonaran por el daño causado a esas mismas personas y a otros. Al ver el perjuicio ocasionado, y la parte que no se podría ya nunca reparar, adquirimos nuevas cotas de humildad. Al centrarnos en nuestra parte, comprendimos mejor nuestras motivaciones, a menudo una lastimosa mezcla de la normal necesidad humana de amor y de una vida con sentido, transformada por la adicción en algo desagradable y dañino para nosotras y para otros.

Nos dirigimos a Dios humildemente: "No soy responsable de las condiciones que me crearon, pero estoy dispuesto a asumir las responsabilidades que me corresponden", Le dijimos en la oración.
"Ayúdame a adquirir la disposición necesaria para enmendar el mal causado a todas y cada una de las personas de mi vida".
Habíamos cerrado su parte del libro y revisado la nuestra minuciosamente.

En ese estado de conciencia de Dios que se llama amor, sentimos compasión por nosotras mismas y reconocimos, en cuanto personas sobrias, cuáles eran nuestras responsabilidades para con los demás. Durante la fase activa de nuestra adicción habíamos sido la personificación misma de la enfermedad, habíamos deformado la realidad de cuantos estaban en contacto con nosotras. Nuestra enfermedad espiritual, emocional, mental y a veces física, había contaminado incluso esas relaciones que hubieran podido ser sanas en otras circunstancias.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Bienvenida a tu casa, comenta lo que quieras