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Robin Norwood escribió "Las mujeres que aman demasiado" y muchas de nosotras le debemos la vida.

5.2.11

El décimo paso

Ahora experimentábamos de verdad una profunda sensación de alivio respecto a la carga de nuestro pasado. Nos sentíamos libres de gran parte de la culpa producida por nuestras acciones, de la vergüenza de no haber sido consecuentes con nuestros valores.

En muchos casos resultó que los valores que habíamos considerado propios eran en realidad los valores de otras personas, y tuvimos que renunciar a los mismos o transformarlos para así permitir que las semillas de nuestro desarrollo personal echaran raíz y crecieran.

Estábamos viviendo vidas verdaderamente nuevas, positivas y enriquecedoras. Bien en compañía de otros, bien en solitario, Dios nos había concedido la liberación de la adicción al sexo y al amor. Mientras que la vigilancia todavía era importante, las opciones que se nos presentaban y las decisiones que teníamos que adoptar nos resultaban mucho más fáciles. Nuestra confianza en nuestra cada vez más estrecha relación con Dios iba en aumento, y participábamos en cuerpo y alma en la Fraternidad de AASA. Disfrutábamos de la soledad y no nos daba miedo el ser sinceras y transparentes con los demás. Éramos capaces de comprender lo que significaba la dignidad.

Continuamos haciendo nuestro inventario personal y cuando nos equivocábamos lo admitíamos inmediatamente.

Habíamos alcanzado una libertad increíble del peso de las culpas y de las ansias de volver al pasado. Sin embargo, para continuar el proceso vital de reconciliación e intimidad con nosotras mismas y con los demás, necesitábamos aprender a procesar la vida a medida que la íbamos viviendo, día tras día. Se había despejado el bloqueo que había mantenido el veneno de nuestro pasado encerrado en nuestro interior, pero necesitábamos estar al tanto de nuestras emociones y de nuestras necesidades, o volvería a estancarse allí y a envenenarnos.

Muchos sentimientos y formas nuestras de reaccionar a los demás o en determinadas circunstancias de la vida nos seguían ocasionando problemas. Un enfado podía apoderarse de nosotras de repente, provocado por algo que alguien había dicho o hecho, y con frecuencia llegábamos incluso a pensar que eran los demás los que trataban de provocar esta respuesta.

O nos parecía que la gente con la que teníamos contactos ocasionales daba señales, sutiles o evidentes, de interés romántico que podían llegar al extremo de dejarnos muy aturdidas y agitadas. En grupos de gente, o en las reuniones de AASA, se nos podía trabar repentinamente la lengua, imposibilitando nuestra comunicación incluso al nivel más elemental.


Cuando nos molestaban los comentarios o las actuaciones de los demás, o lo que temíamos que habían dicho o hecho, necesitábamos realizar un análisis inmediato de nuestra propia condición espiritual para lograr tener una visión ecuánime de nosotras mismas o de la otra persona implicada.

Descubrimos un método fácil de hacerlo que consistía en preguntarnos: "si yo hiciera a otra persona lo que me hacen a mí, ¿se trataría de un síntoma de mi propia enfermedad?" y "si yo veo a otro reaccionar ante esta situación de la misma forma que yo, ¿lo consideraría una manifestación de su propia enfermedad?. "

Fuera sí o no la respuesta a cualquiera de estas preguntas (y a menudo era sí a ambas), descubrimos que lo que veíamos en los demás no era sino un reflejo de nuestra propia susceptibilidad y fragilidad. Sus exigencias emocionales, su aparente interés en provocar nuestra caída, y la falta de tacto y consideración que mostraban para con nosotras y con respecto a nuestras necesidades, eran ecos de nuestras propias exigencias y carencias. Para colmo de males, nos creíamos con derecho a que los demás nos tratasen de una forma determinada, y tratábamos de obligarles a satisfacer nuestros elevados niveles de exigencia. O nos irritaban lo que parecían ser las maquinaciones de los otros y nos considerábamos sus víctimas.

La pura verdad era que cuando nuestra condición espiritual tambaleaba, nos daba la impresión de que los que nos rodeaban estaban "enfermos", afligidos por una enfermedad que, si reflexionábamos bien, era increíblemente parecida a la nuestra. A pesar de todo, nos vimos obligados a llegar a la conclusión de que era estúpido e inútil enfadarnos por los comportamientos de los demás que considerábamos enfermos, especialmente si esperábamos que el prójimo continuara mostrando tolerancia ante nuestros frecuentes lapsos en conductas poco honradas o manipuladoras.

Cuando nos dábamos cuenta de que nos estábamos excitando, tratábamos por todos los medios de identificar nuestras debilidades, llamarlas por su nombre, comprenderlas, y perdonarnos por tenerlas. Convenía que nos sacáramos de la cabeza la idea de que quedaríamos bien con los demás si manteníamos en secreto esas luchas interiores que se producían diariamente en nuestro interior.

Una tarea que nos resultaba a menudo difícil era la del mostrarnos transparentes y francos en lo que se refiere a nuestros sentimientos y motivaciones, y a lo que esperábamos de los demás. Escondíamos los desencantos, nuestras heridas, el miedo o los enfados tras la fachada de la aceptación. No decíamos nada de las dulces fantasías que venían a nuestra mente sobre alguna persona con la que teníamos contacto frecuente, prometiéndonos a nosotros mismos en nuestro fuero interno que no haríamos nada. Nos dimos cuenta que tener la intención de evitar errores no era suficiente. Teníamos que poner en práctica una y otra vez los principios que habíamos utilizado en nuestros inventarios y en la enmienda de los daños causados. Teníamos que concentrarnos en la realización de frecuentes exámenes de nuestras intenciones y defectos a lo largo del día, y hacer todo lo posible para corregirlos sobre la marcha.

Más tarde, también, continuamos aprendiendo que los defectos que ya habíamos identificado podían surgir de forma más suave, aunque no por ello menos molesta. A veces descubríamos un nuevo defecto en nuestra personalidad, tal como el egoísmo que se había ocultado detrás de la dependencia, o el miedo a la intimidad que se había escondido tras la fachada de la absorción en actividades en solitario o el desasosiego geográfico.Muchas descubrimos que tanto a diario como periódicamente necesitábamos dedicar un tiempo a la soledad y a la reflexión. Estos momentos de examen nos ofrecían la oportunidad de entrar en contacto con nosotras y nuestro progreso, y de evaluar objetivamente nuestro desarrollo espiritual.

A menudo buscábamos gente que pudiera ayudarnos en esta labor: amigos de AASA, algún director espiritual o un psicoterapeuta. La parte de las reuniones dedicada a la exposición de nuestros problemas actuales era otro lugar en el que podíamos procesar el aspecto emocional de nuestras reacciones a situaciones, a medida que éstas se producían en nuestras vidas y en nuestras relaciones. También necesitábamos establecer un tiempo para exponer nuestros problemas a esos individuos con los que manteníamos relaciones serias, fueran nuestras esposas, amigos íntimos u otros. No podíamos establecer una relación con nadie a base de esfuerzos solitarios.
Requería práctica y cooperación aprender a responder a las necesidades de otros sin que nos invadiera el temor a tener que sacrificar nuestra propia dignidad, y a ser abiertas y honradas sin tener que estar a la defensiva u obrar destructivamente.

En todo esto nos concentrábamos en nuestras propias faltas y fracasos.
Comenzábamos a comprender que nuestras propias actitudes y acciones eran los únicos aspectos de nuestras vidas sobre los que podíamos ejercer alguna influencia.

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