Bienvenidas a la página de AASA Sevilla

Robin Norwood escribió "Las mujeres que aman demasiado" y muchas de nosotras le debemos la vida.

5.2.11

El cuarto paso

Sin ningún temor, hicimos un minucioso inventario moral de nosotras mismas.

Ya habíamos tomado la “decisión” y ahora intentábamos, con la ayuda de la oración, permitir que la influencia de dios operara en nuestra vidas. A pesar de ello, gran parte de lo que estaba por venir nos parecía tan ilusorio como un espejismo y, desde luego, muy poco probable.

Todavía atravesábamos periodos, a veces largos, en los que se apoderaban de nosotras pensamientos obsesivos, ansias de flirtear y deseos de perder la conciencia con el sexo. Podían estar provocados por encuentros con nuestros amantes previos, que parecían producto de una intuición casi diabólica ya que, curiosamente, sucedían justo cuando nosotras nos encontrábamos más débiles. En otras ocasiones, pensábamos en toda la gente en el mundo que, imaginábamos, tenía la dicha de ignorar algo llamado adicción al sexo y al amor y que estaban, creíamos, entregándose a ella con gran entusiasmo. O podíamos recordar con nostalgia los dorados tiempos pasados de matrimonio o pareja, mientras que nos olvidábamos de todas las experiencias negativas.

Estos pensamientos nos producían amargura: ¡qué desprotegidas e inválidas nos sentíamos! Cuando estos nubarrones descendían sobre nosotras se oscurecía la visión del proceso en el que nos encontrábamos. Al no ser capaces de observar nuestra mejora, echábamos de menos nuestra antigua ignorancia. A pesar de ello, pudimos comprobar cómo la puerta de la conciencia, una vez abierta, no se podía cerrar tan fácilmente. Habíamos tenido, incluso sentido, indicios ocasionales de lo que podría ser una existencia sana. Sabíamos que ésta era ilimitada: el bienestar espiritual, emocional y mental hacia el que nos dirigíamos no tenía límite, aunque a veces camináramos a regañadientes.

Lo que a menudo nos servía para superar una época mala era aprender algo nuevo sobre nosotras, fuera al hablar en una reunión de A.A.S.A., en un momento de reflexión en la soledad, o quizás a través de un sueño. Nos venían estas ideas gracias a que, pese a las tremendas tentaciones que nos invadían, no malgastábamos nuestras energías en actividades adictivas. Poco a poco nos fueron poniendo en contacto con niveles más profundos de nuestra naturaleza interna. A veces nos daba la impresión de que estas ideas repentinas eran una recompensa por haber mantenido la sobriedad y, desde la perspectiva de este oasis, nos sentíamos agradecidas por no habernos dejado arrastrar.

En esta fase de la recuperación encontramos que gran parte de la energía emocional que habíamos malgastado en nuestra adicción, aparecía en forma de sentimientos y de recuerdos cargados de significado. Nuestro patrón de adicción al sexo y al amor se nos manifestaba cada vez más claramente y lo íbamos comprendiendo mejor. Algunas escribíamos diarios y anotábamos nuestros sueños o recurríamos a la ayuda de profesionales y a la psicoterapia. Vimos que, aún a pesar nuestro, íbamos viviendo el espíritu del cuarto paso.

La primera vez que vimos la palabra “inventario moral” retrocedimos asustadas. Estábamos convencidas de que esa tarea sería demasiado pesada y desalentadora. Sin embargo, nos sorprendió ver como llegado el momento, la abordábamos sin miedo, ya que habíamos dado el tercer paso. A medida que nos rendíamos a dios recibíamos intuiciones tales como: mantente alejada de este lugar, llama a este amigo o amiga, ven aquí en vez de ir allá, etc. Llegamos a confiar en la guía de quien nos estaba ayudando a navegar lejos de los patrones adictivos. Si dios nos estaba ayudando en nuestras acciones externas, nos resultaba más fácil limpiar la suciedad interna, y confiar en la autoridad divina en lo que se refiere al viaje interior.

Pero, ¿cómo íbamos a realizar este inventario? Nuestra experiencia común nos muestra que no existen dos personas que lo hagan de manera idéntica; no existe un modo único y exacto de proceder. Lo que necesitábamos era entendernos a nosotras mismas y, en la medida en que fuera posible, sin miedo, sin orgullo y sin reservas.

Necesitábamos una base desde la que examinar, sin engaños, quiénes y qué habíamos sido en el mundo y cómo nos habíamos mostrado ante nuestros ojos y ante los del prójimo. Además, necesitábamos identificar las motivaciones que existían detrás de los papeles que habíamos representado y la imagen que presentábamos, para poder entender la satisfacción que la adicción nos había proporcionado.

La mayoría encontramos que escribir el inventario resultaba sumamente útil. Contemplar por escrito lo que habíamos hecho nos ayudaba a ser honrados y objetivos. Los mismos rasgos que contribuyeron a alimentar la adicción: la soberbia, el resentimiento y la autojustificación (entre otros) eran los que podían impedirnos verla tal cual es. A medida que leíamos nuestra propia versión de lo sucedido, podíamos identificar nuestras excusas y la necesidad de culpar a otros. Vimos claramente la evolución de nuestra enfermedad espiritual y de qué forma tan “conveniente” nuestra memoria trataba de disminuir el papel que habíamos tenido en nuestros fracasos más dolorosos. Leer nuestro inventario “entre líneas” era a veces más importante que leer los mismos renglones.

Al contemplar nuestra vida actual y la pasada, vimos que explotamos prácticamente cuanto hicimos y a cuantas personas conocimos para poder satisfacer nuestras necesidades adictivas. Quizá hubiéramos podido comenzar nuestro inventario con las relaciones particularmente problemáticas. Pero pronto fuimos capaces de observar los patrones: nos entregábamos sin pensarlo “a los rubios”, o a la gente de éxito; buscábamos personas a las que salvar o por el contrario, que nos salvaran; nos vestíamos para atraer a la clase de personas que dijimos que nos gustaban, seducíamos a quienes ejercían cierto poder sobre nosotras, fuera a través de la amistad o del trabajo; ahuyentábamos a nuestras familias maltratándolas verbal o emocionalmente justo en el momento en que más las necesitábamos y así sucesivamente.

Este proceso era como la operación de pelar cebollas. Sólo podíamos proceder capa tras capa. Y, a menudo, mientras arrancábamos una vertíamos muchas lágrimas. Al profundizar, vimos que muchos aspectos de nuestras relaciones, que habíamos calificado de “sanos” o de “inofensivos”, de hecho eran también manifestaciones menos obvias de la adicción. De este modo, a medida que examinábamos nuestras relaciones no sexuales con nuestros amigos, con la familia, con los compañeros de trabajo, etc., descubríamos allí también la presencia de los mismos móviles y defectos.

En un principio veíamos sólo los hechos y las constantes que se repetían. Comenzamos a identificar las emociones y los motivos que, en forma de corriente apestosa, fluían bajo la superficie. Veíamos como la falta de honradez nos había impedido seguir la evolución de nuestra enfermedad. Habíamos tratado de no pensar en el dinero desperdiciado en el sexo, en el peligro de contraer enfermedades o de contagiárselas a los demás, en los indicios que mostraban que éramos impotentes contra los impulsos sexuales, en las muchas mentiras que nos habíamos inventado y creído para encubrir nuestras actividades.

El egocentrismo y la soberbia estaban en la raíz de nuestras dificultades. Nos habíamos vestido y nos habíamos comportado de forma seductora, reclamando más atención de la que nos correspondía. Gastábamos dinero para impresionar a la gente y maltratábamos verbalmente a los que no nos prestaban la atención que creíamos que merecíamos, o tratábamos de herir a los que no nos permitían salirnos con la nuestra. Probábamos nuestro poder seduciendo a los amantes de nuestras amigas y respondíamos con ira cuando la satisfacción de nuestras necesidades se frustraba.

A medida que este inventario exhaustivo de nosotras mismas continuaba, llegamos a entender por qué éramos adictas al amor y al sexo. No se trataba de teorías psicológicas abstractas acerca de las influencias  que pudieran habernos “hecho” así. Era un examen honrado de las satisfacciones que la adicción nos había proporcionado: el consuelo de la compasión por nosotras mismas, el lujo del resentimiento autojustificado, el aislamiento con el que aparentemente nos evitábamos tener que correr riesgos emocionales auténticos y asumir responsabilidades verdaderas para con los demás. Los actos reprensibles de nuestra vida pasada, fueran conscientes o producto de la “casualidad”, se revelaban como manifestaciones de nuestra enfermedad. No éramos simplemente gente que habíamos hecho “cosas malas”, éramos lo que habíamos hecho.

Pero a medida que nos percatábamos de lo egocéntricas y poco honradas que éramos y habíamos sido, también vimos que nosotras habíamos sido víctimas. No habíamos decidido voluntariamente convertirnos en adictas. A menudo nuestras necesidades humanas básicas y normales nunca habían sido satisfechas durante el periodo formativo de nuestras vidas. Nos dimos cuenta de que había una soledad radical que hacía que tuviéramos miedo a la propia soledad. Por consiguiente, habíamos provocado sentimientos de culpa en nuestros amantes para que no nos abandonaran, o nos habíamos acostado con extraños. El miedo a no ser merecedoras de amor verdadero nos empujó a hacer sacrificios excesivos por nuestros padres o nuestros amantes, a coquetear con todo el mundo para así demostrarnos que éramos atractivas y a mentir para producir una determinada impresión a los demás. El miedo al dolor o al compromiso hizo que nos relacionáramos con gente que no nos gustaba o a permanecer en relaciones destructivas o vacías. A través del proceso del cuarto paso nos percatamos de que la soberbia y la cabezonería habían servido para ocultar los anhelos de una niña miedosa y solitaria, un vacío que pedía a gritos que alguien lo llenara. No la habíamos provocado y no la podíamos controlar. Caer en la cuenta de esto fue el comienzo de la compasión, nuestra primera visión de lo que sería el perdonarnos a nosotras mismas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Bienvenida a tu casa, comenta lo que quieras