Decidimos poner nuestra voluntad y nuestras vidas al cuidado de Dios tal como nosotros lo concebimos.
La situación era más o menos la siguiente: si la adicción al sexo y al amor constituía una parte tan importante de nuestra personalidad, si había surgido hacía ya tanto tiempo y había modelado y deformado los restantes rasgos de la misma, de nuestras relaciones y de nuestro sistema de valores, teníamos forzosamente que preguntarnos a nosotras mismas si nuestras ideas previas sobre quiénes éramos y lo que éramos, eran erróneas o estaban más fundamentadas. No queremos decir que, a un nivel práctico, todo lo que creíamos conocer acerca de nosotras mismas fuera falso. Pero si de verdad queríamos cambiar y llevar una vida diferente y más sana, teníamos que plantearnos la cuestión al menos a nivel abstracto. Teníamos que admitir la posibilidad de que algunas de las cosas en las que creíamos, si no todas ellas, fueran falsas.
Usando la expresión bíblica “la copa que se derrama”, éramos como copas que se habían desbordado con la obsesión (la necesidad afectiva, la lujuria, la intriga) El tercer paso, en cuanto ejercicio espiritual, nos sugería la idea de que podíamos vaciar nuestras copas y erradicar así nuestra enfermedad de las mismas. Pero también sabíamos que una vez que lo hubiésemos hecho, no podíamos volver a llenarlas usando exclusivamente nuestra voluntad y actuando por nuestra cuenta, porque habíamos llegado al convencimiento de que cualquier intento de actuar así, en solitario, lo pervertiría el carácter obsesivo-compulsivo de nuestra personalidad. No podíamos vencer nuestra propia naturaleza adictiva. NOSOTRAS éramos nuestro propio enemigo. Si alguna vez íbamos a ser copas rebosantes de vida redimida y libres de adicción, entonces un poder superior a nosotras, cuya necesidad ya habíamos asumido, tendría que llenarlas de nuevo. Ese Poder (Él, Ella, Ello, Ellos) lo haría en el momento que considerara necesario, de acuerdo con sus propios planes, no con los nuestros. A menudo nos preguntábamos cómo serían nuestras vidas si eliminábamos la enfermedad de nuestra copa y resistíamos la tentación de ser nosotras las que la llenáramos, permitiendo que fuera la gracia divina la que lo hiciera. La verdad es que carecíamos de respuesta. No teníamos ninguna garantía.
De lo único que estábamos seguras era de que no queríamos volver bajo las garras de la adicción. La desesperación que, con toda seguridad, nos esperaba en caso de volver a ella nos obligó a continuar avanzando hacia lo desconocido. Sin ninguna garantía y con mucha ansiedad, pero al menos con los rudimentos de la fe, pudimos comprender que si no éramos capaces de recetarnos un tratamiento para la adicción al sexo y al amor, lo mejor que podíamos hacer era entregar nuestra voluntad y nuestras vidas al cuidado de dios tal como nosotras lo concebíamos, incluso si no sabíamos lo que iba a suceder como consecuencia de ello. Tomamos esa decisión, por muy abstracta que nos pareciera.
Una vez tomada la decisión, ¿cómo íbamos a relacionarnos con dios? La respuesta, como cualquier otra gran respuesta, era sencilla. Habíamos sido capaces de abstenernos de enredos y episodios adictivos, día a día, durante cierto tiempo. Lo que añadimos a este cambio externo en nuestra conducta fue la oración. Comenzábamos ahora el día en comunión con dios pidiéndole ayuda para poder abstenernos de conductas adictivas durante el día. Le pedíamos también que nos ayudara en la inmensa tarea en la que nos habíamos embarcado, la de sobrellevar la muerte de nuestro antiguo ser, totalmente infiltrado en la adicción y asistir al nuevo nacimiento de una persona sana y redimida. Y si durante ese día habíamos sido capaces de resistir a las tentaciones, al final del mismo le dábamos las gracias a dios por habernos ayudado a abstenernos de conductas adictivas otras veinticuatro horas.
La oración de la serenidad pasó a formar parte de nuestro repertorio diario y la utilizábamos para enfrentarnos a situaciones potencialmente peligrosas y difíciles:
Dios, concédeme serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar,
Valor para cambiar las que sí puedo,
Y sabiduría para distinguir la diferencia.
Mientras contemplábamos los pasos que venían a continuación, nos dimos cuenta de que se basaban en el tercero. Teníamos que erradicar de nuestra copa los comportamientos enfermizos, limpiarla lo mejor que pudiéramos y prepararla para que dios la llenara con su gracia y, de acuerdo con sus planes, no con los nuestros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Bienvenida a tu casa, comenta lo que quieras